Nada más que un rodeo

Por Voces desde Chile


Tres de la tarde. El reloj. La espera. Tiempo que no viene, solo yo voy. Miro por la ventana. Mucha gente, menos él: mi conejo. Me levanto, a la ducha, una taza de café y la música de AC DC en la radio. ¡Qué energía! La que me falta, que busco y que no tengo.

En estos momentos recuerdo que mi vida no es más que un simple sueño que se repite compulsivamente y que no deja rastros de realidad para formar algo coherente. El sonido de la alarma me saca de mi monólogo interior. La chatarra nuevamente se descompuso, ¡qué inútil! Una basura en medio de la nada. Como yo.

Abro la puerta y salgo a la calle de mi barrio, silbando una canción que no deja de dar vueltas en mi cabeza. Miro a mi alrededor y certifico mi anhelo de irme de aquí, de huir a ninguna parte para ver otros rostros que ya no me produzcan el odio que ahora siento.

Manuel Pereira - Ilustrador

Vuelvo a pensar en mi conejo ¿dónde estará? Hace días que no lo veo. Soy lo peor, nunca he podido cuidarlo como se merece. Si come es porque otra persona debe apiadarse de mi mascota al ver su cara desnutrida. Espero ser capaz algún día ser alguien y no dejar de ser yo, volverme visible y así ser capaz de mirarme en el espejo.

De pronto siento unos ojos que me miran, como reprochándome la indiferencia que me caracteriza. Es él, mi conejo. Intento acercarme, pero él huye, es su venganza por mi abandono. Decido seguirlo, de seguro tiene algo que mostrarme. 

Corriendo tras sus pasos llego hasta mi jardín, atestado de gente triste y oscura. Me molesto por su imprudencia y decido gritarles un par de improperios. De fondo se escucha una canción, todos cantan aquella melodía que ha sonado dentro de mi cabeza desde que desperté. 

La rabia se transforma en curiosidad y mi ansiedad se acrecienta. La reunión parece ceremonial y comienzo a reconocer los rostros que entonan el cántico. Así veo mi vida resumida en la suma de caras que se vuelven familiares. Mi pasado, presente y futuro se condensan en un mismo momento. Me siento atemporal y comienzo a diluirme. 

El conejo me señala, con un lenguaje que sólo yo puedo entender, el lugar donde debo mirar para comprenderlo todo. Así llego al cajón en el que siempre viví y que me hizo sentirme siempre bajo tierra, invisible para el mundo. Ahora lo veo, soy yo: un muerto. Siempre lo he sido y siempre lo seré. 

Le agradezco al conejo por enseñarme la verdad, mi verdadero camino. Y lo dejo, allí, en mi jardín, ocupando el lugar que jamás debí ocupar. Siempre fue de él. 

Finalmente desaparezco y abandono el lugar que me vio caer. Regreso a mi lugar de origen: mi muerte, presente desde el día que nací. 





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