Un relato coneji-erótico

Por La Churro desde Chile 

En varias entradas les he nombrado a mi más intenso amor, Mi Conejo, así que creo ya es hora de presentarlo oficialmente. Pienso en cómo describir nuestra historia pero, ese maldito corazón comienza a palpitar y la historia... se me confunde. Por lo mismo, mejor se lo presento a través de un relato que escribí hace un tiempo, donde no hay hechos, sino puras sensaciones.


“Me quiero morir, mátame, mátame ahora”. Quería morir en ese justo instante, que mi vida acabara en ese preciso orgasmo. Cada vez que él me hacía el amor yo deseaba morir, necesitaba que esa fuera mi última sensación de vida, no había nada más perfecto.

En aquella habitación oscura el humo de su cigarrillo formaba una niebla espesa y solo la luz del televisor encendido iluminaba su torso denudo.  Recordar esa imagen me llena de placer: su cuerpo delgado y anguloso, sus brazos largos, su cabellera revuelta y el olor a ron, tabaco y sexo contenido. 

Alguna vez pensé que el sexo podía ser perfecto solo cuando amas a aquel con quien compartes tu cama, pero él me inundó de lujuria y perfección incluso antes de comenzar a quererlo y mucho más, cuando llegué a amarlo. 

Eran sus besos suaves y eternos con esos labios que parecían delgados e insípidos pero, se hacían suculentos al tocar los míos en esas horas besándonos, succionaba siempre mi labio inferior como un bebé que instintivamente busca ser alimentado. Sus manos recorrían mi cintura, mi espalda, mi pecho, sin nunca llegar a tocar mis senos. Nunca se apresuró. Una calma infinita que me hacía desearlo aún más, pero que dosificaba mi placer para apreciar cada uno de sus estímulos con todos mis sentidos.

Posaba sus labios dóciles e inmóviles sobre mis pezones, la calidez de su respiración en mi piel, sus manos largas y delgadas me penetraban con la precisión de un bajista, con el encanto de un cocinero, con la intensidad de un amante de las tablas, la mixtura perfecta de las artes que él conjuga. Era extraño como no sentía sus dedos dentro de mí, pero mi cuerpo completo se estremecía al igual que mi alma. Sin prisa su mano izquierda dentro de mí.

Su lengua precisa recorría mi piel y parecía ser la antesala al mayor placer, yo deseaba más, lo quería todo en ese justo instante y él, con su cabal lentitud, abría mis piernas, observaba, besaba mi ingle, mis muslos, mi pubis, acariciaba sutilmente los labios de mi vagina… yo quería más. Su sabia tardanza. Tan solo rozaba  mi clítoris y volvía al exterior, como una mariposa suave, etérea y fugaz, no se quedaba por mucho, vuela, revolotea, juega con su lengua de mariposa entre mis piernas abiertas.

A simple vista su desnudez no parecía encajar conmigo, éramos piezas erróneas en un puzle, no lo parecía, pero éramos perfectos. Todo en él largo y delgado; su pene largo y delgado con la rugosidad de sus lunares penetraba perfectamente en mí. Esa perfecta parsimonia; lento, calmado, suave pero firme y fuerte. 

Sus caderas afiliadas se clavaban en las mías, nunca dejé de sentir la su respiración y la yema de su dedo anular posada en mi pezón parecía que no se tocaban pero nunca de apartaron. Su pubis ajaba el mío una y otra vez y su pene perfectamente acoplado a mí, esa perfecta parsimonia; lento, calmado, suave pero firme y fuerte. Esa parsimonia que comienza en ese solo beso eterno, que dosifica mi placer y lo contiene y esa perfección que me hace gemir, ya no puedo más, ese placer perfecto e infinito que me hace querer morir “Mátame. Quiero morirme así, contigo dentro”.






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